Alguien
me debió de amar mucho, tanto que me hizo para siempre; alguien debió de
descargar contra mí su ira, pues me robó la sangre y los huesos; alguien debió
de verme realmente bella, como un trofeo, me llevó consigo y no me soltó jamás;
alguien debió de enfermar conmigo, quizá por puro egoísmo me clavó al suelo y
me encerró entre maderas… y quizá todos ellos sean la misma persona.
La
vida me vino como el rayo: de repente, dolorosa, perfecta y certeramente; y
creo que por equivocación. Quizás estaba allí en el momento inapropiado, casi
de metal, como un pararrayos, más alta que un niño o una flor o cualquier otro
ser susceptible de albergar la vida. No sé por qué fui yo la que atrajo el rayo
de la existencia, solo sé que desde entonces he vivido de pie, con los brazos
extendidos hacia arriba, hacia el cielo, formando un círculo sobre mi cabeza,
con el mismo pie derecho en punta sobre la misma rodilla izquierda, y el mismo
pie izquierdo que, clavado como el alfiler también en punta, sostiene todo mi
cuerpo. La misma postura, los mismos engranajes y poleas, la misma caja, la
misma música, el mismo giro eterno que durará para siempre… al menos hasta el
siempre que marcará mi fin.
No
sé si soy feliz o triste. ¿Las bailarinas de ballet somos felices o tristes? Digamos
que a veces soy feliz y estoy triste y otras soy triste y estoy feliz. Supongo
que hasta para los momentos más de la carne aflora mi vocación de ser de
piedra; y para los más fríos no puedo evitar sentirme viva. Porque alguien me
debió de amar mucho.
Memorias
de una caja de música son mis recuerdos. Es la vida vista desde encima del
mismo baúl de siempre, la lluvia golpeteando contra el cristal, la oscuridad
más absoluta cuando deciden cerrarla. Es también la vida de la niña, ya mujer,
a la que he visto crecer desde mi posición, de la que fui regalo en su sexto
cumpleaños, como una espectadora sin elección del espectáculo de sus idas y
venidas. Más bien solo de sus venidas, pues es hasta donde alcanzan mis ojos.
Creo
recordar que antes me querían más. Al menos mi dueña, los primeros días, no
dejaba de darme cuerda ni de reír viéndome girar sobre mi eje, imitando mi
postura con sus bracitos en alto y de puntillas intentando con todas sus
fuerzas no caer mientras giraba. Después, me quería por fascículos, como
temiendo volver a ser tan feliz como antes.
He
estado largo tiempo contemplando la misma habitación de niña mientras veía cómo
la niña de dentro cambiaba. Aparte de verla inmensamente feliz, la he escuchado
maldecir a la vida, llorar, equivocarse una y otra vez en la misma tontería a
la que dedicaba demasiado tiempo. Afortunada tú, me habría gustado decirle, que
al menos eres capaz de cometer errores. Y yo mientras tanto soñando con
desviarme de mi eje en cualquiera de mis giros simplemente para darle algo de
emoción a mi vida. Hay muchas cosas que me fascinan de los humanos. Seres con y
sin tiempo para nada, volubles donde los haya, con cosas demasiado importantes
que hacer como para seguir queriendo a vuestros juguetes. Me encantaría haber
sido niña solo para crecer y no darle la espalda a quien fui; seguir, en cierto
modo, bailoteando con los brazos en alto, uno más alto que el otro, muerta de
la risa sin dejar de girar hasta marearme. Y después dejarme caer de espaldas
sobre la cama con los ojos cerrados mientras todo me siguiera dando vueltas.
He
llegado a pasar semanas, meses sumida en la oscuridad del interior de mi caja,
entre mares de porqués. Sin oír la melodía aguda de piano que me da la vida y
sin ver unos ojos soñadores que quisieran volver a ser niños. Cayendo en la
cuenta de que mis días habían acabado antes de que se me acabase la cuerda.
Nunca olvidaré que, en una de esas épocas, una vez mi dueña ya mayor abrió mi
pequeño cofre con lágrimas de desamor y me hizo bailar para ella. Debí de
hacerlo muy bien porque logré sacarle una sonrisa de las más bellas, las que
salen entre sollozos. Supongo que quería volver a tener seis años. Aun así
volvió a cerrarme durante meses y es desde entonces que pienso que quizá sea la
propia naturaleza humana la que pone barreras al amor, la que valla el campo
sin sentido y cierra la ventana para que no entren las abejas. Y a eso llaman
estar vivo.
Viva
estoy yo, vivos mis sueños y viva la vida. Aunque sea inmensamente triste esta
oscuridad, la sensación de no ser. Aunque sepa que no hay vuelta atrás para
nada, que llegará el día en el que se me acabe la cuerda y entonces, sin duda,
moriré porque me quedaré parada. Aunque sea muy probable que nunca me vuelvan a
hacer girar, y que cuando lo haga será lo mismo de siempre: un instante de
felicidad por meses de sufrimiento en lo oscuro. Un bucle al que,
irremediablemente, estoy condenada. Aun así, estoy triste pero soy feliz,
porque no soy yo quien no ríe con las abejas, quien pone barreras al campo y
condena el amor. Porque, aunque mi cuerpo sea de plástico y a ojos de todos ya
esté muerta, sin tener por qué, me dieron la vida… porque alguien me debió de amar mucho.
Autora: Cristina
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"Si la libertad significa algo, será, sobre todo, el derecho a decirle a la gente aquello que no quiere oír".
(George Orwell)