Cita

"¡Llora! Nadie nos mira.
Ya ves; yo soy un hombre..., ¡Y también lloro!"
(Bécquer)

domingo, 21 de abril de 2013

Piedad




"Llevadme, por piedad, a donde el vértigo con la razón me arranque la memoria.
 ¡Por piedad! ¡Tengo miedo de quedarme con mi dolor a solas!"
(Bécquer)
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Sería aquella la segunda tarde que Evan permanecía bajo custodia. Miraba a la pared de ladrillo gris desde la sólida e incómoda cama en la que había estado pensando toda la noche anterior. Ahora recordaba, desde el pantanoso fondo de su memoria, todo lo que había tenido lugar en aquellos dos últimos días. Tres miradas estaban clavadas en su memoria. Ella, y sus ojos azules inyectados en sangre, esquivos y, a la vez, sedientos. Lástima, agonía y miseria; eran conmovedores. No tan conmovedores fueron los iris negros de Alexander que lo contemplaban con ira, desapego, paz, prudencia y ley; en ellos no había lugar para el perdón o la compasión, sentimientos que sí hicieron aflorar en Evan. La última era tan solo un garabato un ave mal avistada entre la densidad de la bruma. Jamás hubiera imaginado que todas aquellas miradas se hubiesen cruzado en aquella primavera.


Es muy simple, demasiado simple a veces; la vida de un hombre puede ser vilipendiada con solo unas palabras. ¿Cómo puede valer algo que muere constantemente mientras dura más que la vida? —Demasiadas noches en vela— dijo desde la oscuridad de un despacho clausurado un alfeñique desaliñado. Sus dedos pulgar e índice  permanecían en sus ojos, su cuerpo, apoyado en sus codos, estaba echado sobre la mesa junto a varios vasos vacíos y una botella de Bourbon. Alexander miraba horrorizado, conteniendo sus sollozos, el archivo de un caso muy reciente. —Y con palabras se convencerá al juez de que por las palabras de un hombre y las palabras de una mujer vale la pena apalabrar con la muerte la existencia de este infortunado— y tomó aire para gritar. —¿Solo a mí me parece una injusticia que brilla con repugnante flagrancia? La verdad, la verdad será la misma, será la misma mientras sea verdad, pero quién "ES" para citarla, o para hablar en vano de ella. Estamos jugando continuamente, con vidas; jugando con muñecos que nos observan, a nosotros matarlos, y, al vigor que les era insuflado, ausentarse. Los letrados son los ángeles malditos; son el veneno del mundo. Su nauseabundo hedor me llega hasta aquí, bien la vida les diese muerte como ellos se la han dado a ella; sé que nunca cerrarán sus infectas alas, que no dejarán de surcar el cielo resguardando este vomitivo y repulsivo asesinato— decía cuando, por cuarta vez, golpeaba la mesa con el canto de su puño.

Evan y Alexander revelaron en un parpadeo todo lo que sentían. Evan lloró, y, sobre las lágrimas, la cólera se desbordó hasta reblandecer las paredes. Él la pudo ver en los ojos de un Alexander que lo único que alcanzó ver en Evan fue el miedo, el dolor y la frustración.    —Por favor, ayúdame— dijo un desfalleciente muchacho. Ya en los últimos momentos de su vida, Alex advertiría aquella súplica a fuego en su alma. Había abandonado la travesía legal y policial para adentrarse en una muy poco próspera carrera literaria de crítica social, romances y filosofía.  El único libro que conseguiría editar, Romancero de injusticias y descalabros,  vendió tan solo cinco ejemplares. Su nombre no pasó a ser aclamado hasta que, diez años después de su muerte, Evan, cercano a la muerte por segunda vez, revelase varios escritos nunca publicados en vida de Alex. —Ayúdame— susurraba un eco en la mente del policía. —Tus manos han estado en su cuello y éste roto. Ella murió a las 5 de la madrugada el lunes en el barrio de San Benito, un testigo te vio con Ariadne -¿era ese su nombre?- a las 4 en ese mismo lugar. En los trámites del divorcio, además, se presentó una denuncia por malos tratos, un brazo roto y varias costillas, aparte de magulladuras por todo el cuerpo. En los trámites de un divorcio que ella estaba a punto de ganar. Dime, ¿qué puedo hacer?— Puso las manos en la mesa y, mirando a los ojos verdes de Evan, insistió.    —¿¡Qué puedo hacer!?—.

Cuando varios años de soledad y abstención se ven interrumpidos de forma cortante por un brote de avidez carnal un débil y endeble muchacho puede transformarse en una pantera. Calisto había pasado gran parte de su infancia solo; había vivido aislado por su apariencia nada apetecible y un carácter insufrible. Su primer día en Villa Nueva había despertado en él lo que necesitaba: ojos para ver lo que era. Su padre y su madre adoptiva se habían trasladado allí por el clima, Dion debía mudarse cada pocos meses a causa de su asma aunque su esposa siempre le reprochaba el ser insociable en que había convertido a su hijo hasta que, una semana después de haber llegado, cuando salió por fin de casa para visitar aquel lugar, vio lo que estaban haciendo él, una muchacha voluptuosa y el demonio cobijados entre las sombras de una callejuela. Ni su asmático padre ni ninguna figura demoníaca pudieron detener la paliza que le dio su madre por mantener esas prácticas a espaldas de Dios. 

Calisto vivía por y para las mujeres, y ellas, para él. La bestia con misoginia en la que había mudado se relamía con cada nueva carnaza. Así se relamió cuando vio pasar a la pura Ariadne con un vestido blanco que dejaba entrever las líneas que daban forma a su cuerpo y un lazo negro que florecía entre sus despeinados mechones dorados. —Hola— dijo con una inocente sonrisa. Meses después esa misma sonrisa habitaría el pensamiento de Ariadne mientras su marido, enamorado, la abrazaba con apego como cada noche soñando con sus futuros hijos.  Esa misma sonrisa calmó su corazón cuando tuvo la primera pelea seria con su marido. Ella gritaba y él, enamorado, lloraba desconsolado ante la impotencia.  Esa misma sonrisa firmó la solicitud del divorcio. Esa misma sonrisa la hizo saltar por aquel balcón y simular que fue su marido, Evan. Esa misma sonrisa la hizo sonreír mientras veía cómo el hombre que la amaba y al que amó era destruido por sus propias manos, cómo apuñalaba a un hombre que, indefenso, solo pedía piedad. —Piedad asquerosa— decía con una desencajada mueca mientras lo veía ahogarse entre lamentos. También sería esa sonrisa la que vería el día de su muerte.

Piedad. Toda la existencia de Evan había sido eso. Buscar piedad. Para salir del orfanato, para salir de las palizas, para salir de las calles, para encontrar trabajo, para conseguir una vida. Eso veía una hipnotizada Ariadne de Evan. Él, lejos de la piedad, tuvo que hacer él mismo su vida. Cuando al fin llegó a las puertas de la universidad una lágrima cayó por su mejilla. —Ya se ha acabado todo— dijo su alegría (ésta no volvería a hablar con tanta fuerza como cuando entregándole un anillo enroscado en una rosa roja a una joven Ariadne ésta sonrió y dijo que sí).  Éstas son las palabras que se repitió, aunque esta vez no con el mismo significado, cuando vio la solicitud de divorcio sobre la mesa de su comedor. Al otro lado, Ariadne, con una sonrisa grotesca, y Diácono, su abogado, le despertaron un sentimiento que tenía olvidado hacía ya demasiado tiempo: la desesperanza.

Alexander parpadeó. Sin embargo, no se nubló su vista ni un instante, es más, por primera vez en esa semana había percibido algo. Algo en su interior decidió abrir la puerta a un pequeño apartado de su memoria cerrado hasta entonces. Cazador y presa, ambos juntos, mirándole a los ojos. Vio unos hermosos azules inyectados en sangre, esquivos y, a la vez, sedientos. La lástima, la agonía, la miseria la lujuria que le radiaban lo fascinaba. Eran conmovedores. Pero fue esa sonrisa la que más le llamó la atención de ella, esa sonrisa grotesca y constante. Pronto se fundió con la sonrisa de un hombre joven y atractivo, moreno, de pelo corto y ojos de un azul ceniciento, en un baile carnal.

Pero ninguna de esas sonrisas estaban ya cuando Evan lanzó una piedra sobre el lago que rodeaba Villa Nueva. No había tenido las mismas fuerzas para acudir al funeral de Ariadne que para golpear a Calisto sobre el vientre en aquel tribunal. Sintió que valía la pena perder el trabajo, entrar un mes en prisión y pagar la multa. 

Aquel que sintió que no valió la pena fue Calisto. Ni los guantes, ni la máscara consiguieron resguardarlo de la tormenta de testigos que se le vinieron encima atestiguando su relación con Ariadne. Cuando aquel lunes a las 5 de la madrugada dejó caer el cuerpo sin vida de Ariadne y una rosa roja en el barrio de San Benito no imaginaba que fuese a reintegrar al mundo todo lo que había sorbido de él. No imaginaba que en aquel hombre de iris negros que lo contemplaban con ira, desapego, paz, prudencia y ley no había lugar para el perdón o la compasión. Ni tampoco que a las 5 de la madrugada de un lunes de abril, mirando la lluvia por los barrotes de la ventana y ya rezadas todas sus oraciones y pedido perdón por sus pecados, abriese su yugular con sus manos y desparramase su vida por el suelo. 
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Autor: José Javier

1 comentario:

  1. "¡Manifiéstate!" - te dije hace unos días. Y has cumplido. Me resulta difícil entenderte, desentrañarte más bien, pero lo cierto es que no me disgusta intentarlo.

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"Si la libertad significa algo, será, sobre todo, el derecho a decirle a la gente aquello que no quiere oír".
(George Orwell)