Dieciséis
enemigos abatidos. Al menos, es lo que creo, no estoy seguro de haber perdido
el algún momento la cuenta. Es curioso cómo cuesta tanto comenzar a matar, pero
una vez empiezas, ya es como si el cuerpo se te acostumbra y en vez de miradas
de horror, ves los ojos de tus víctimas apenas como dos círculos mal pintados.
Debo correr y
estoy cansado, pero seguiré corriendo a fin de huir de la muerte. Hace tiempo
que no reconozco a nadie, solo veo figuras lejanas sin nombre que también huyen
debiendo de pensar lo mismo que yo. Puede que sea el miedo lo que me haga
pensar que no existe nada más allá de este aparente desierto poblado de todo lo
ajeno a la vida.
Esta guerra
nunca fue mía. Ya no recuerdo por qué lucho ni para quién lucho, y dudo mucho
que, sean quienes fueren, hicieran lo mismo por mí. Yo solía tener mis propios
problemas, problemas de los que ya tampoco me acuerdo. Es como si todo lo que
he vivido aquí ocupase cada centímetro de mi memoria y ya no quedase espacio
para nada más.
Se puede
decir, entonces, que nací el día en que llegó la carta a mi casa. Me hizo
gracia leer que mi país me necesitaba en estos momentos cruciales cuando a mí
el nunca me había hecho falta, siempre me he considerado un ciudadano del
mundo, sin necesidad de especificar país o ciudad. Parece que todo el mundo te
quiere cuando las cosas le van mal, pero solo si puedes ayudarle. Hacían falta
más hombres de los que había para esta guerra y estaban empezando a reclutar más
jóvenes, lo que quería decir que me tocaba a mí.
No fui el
único al que reclamó este lugar maldito, vino conmigo Will, mi mejor amigo para
siempre, quien ya me había acompañado en tantas cosas que creía que esta solo
sería una anécdota más. Él siempre había sido más rebelde e inconsciente y no
hacía más que bromear acerca de lo bien que le sentaba el uniforme. Siempre había
mirado a la vida por encima del hombro, con ojos burlones y una sonrisa torcida
y desafiante. Con todo, es la mejor persona que he conocido jamás.
La misma carta
había llegado meses antes para llevarse a mi padre. Yo odiaba esa carta. Y la
odio. Pero ni me planteé huir, eso era algo que nadie se esperaba que se pasara
por mi cabeza; al fin y al cabo, la guerra no estaba tan mal según la
propaganda y las noticias que llegaban. <<Las semillas de la victoria aseguran los frutos de la paz>>,
palabras casi líricas para un fin teñido del color de la muerte.
Siempre me
había importado más la batalla del día a día que la de los ejércitos y la
muerte del alma más que la física, porque es la que en realidad te mata. Puedo
asegurar, a pesar del lugar en el que estoy, que las peores guerras son las que
no se ven. Me encantaba bailar, reír, disfrutar de las pequeñas cosas. Siempre
me he sentido más cómodo empuñando un pincel antes que un rifle y estando
cubierto de ideas que me hagan infinito antes que de un casco de camuflaje y de
insignias hipócritas.
Ahora vivo
entre canciones de balas, tangos de trincheras y continuos poemas que cantan a
la muerte. El sueño de cada día es llegar al día siguiente, que ni el filo más
afilado haga que se te escape la vida. Siento que ya no pertenezco a ningún
lugar, que ninguna frontera puede valer tanto como una gota de sangre.
Nos pasamos la
vida defendiendo ideales, normas impuestas por nosotros mismos, diciendo lo que
está bien y lo que está mal, calificando el pensamiento del otro como no válido
porque el tuyo vale más. Supongo que el fin de este infierno es imposible
porque, en el fondo, parar la guerra es tan difícil como decir <<lo
siento>>.
No, no puedo más,
nunca en la vida había corrido tanto y el fusil pesa demasiado, de un momento a
otro me fallarán las piernas, vamos, un poco más. Al fin, consigo llegar hasta
la trinchera, allí estaré más protegido que en campo abierto. El ruido de este
lugar es ensordecedor, debe de ser el sonido que hacen las almas cuando se
escapan de sus cuerpos. De repente, caigo en la cuenta de que si esto es así yo
moriré en silencio, dejé de tener alma en el momento en que se la arranqué a la
primera persona.
De entre todos
los ruidos, se impone uno, el de una terrible explosión. Como si el hacerlo
fuera a sacarme de allí, me tapo los oídos con las manos y los ojos con las
rodillas, y de repente me siento como un niño indefenso que se arrepiente de no
haberle mandado a su madre un último telegrama. Pero estoy bien, sea lo que
sea, no ha acabado conmigo. Asomo la cabeza por encima de la excavación dejando
al descubierto mis ojos, y me doy cuenta de lo equivocado que estoy cuando mi
mirada ve, a apenas unos centímetros, un cuerpo sin vida solo reconocible por unos
labios que a pesar de todo conservan una sonrisa torcida y desafiante. La de la
mejor persona que he conocido jamás.
Como nuestro protagonista, miles de soldados
sobrevivieron a la guerra pero no a la muerte. Como otros tantos, él nunca
volvió a ser el mismo. Vive con el cuerpo en nuestro mundo pero con la mente
encerrada en aquel momento, condenado a vivirlo una y otra vez. Él es uno de
los muchos hombres incapaces de oír el sonido del teléfono o del timbre, o
cualquier ruido que recuerde a una explosión. Él, como tantos valientes, sabe
lo que es despertarse entre gritos por las noches y sufrir convulsiones en su
cuerpo cada vez que escucha una sirena que no venga del mar. Una de las tantas
personas a las que se les dijo <<te quiero>> solo cuando las cosas
iban mal. Una de las víctimas de las consecuencias psicológicas de la guerra
que repiten en su mente una y otra vez, cíclicamente, el momento en que
murieron en vida.
Dieciséis
enemigos abatidos. Al menos, es lo que creo, no estoy seguro de haber perdido
el algún momento la cuenta. Es curioso cómo cuesta tanto comenzar a matar, pero
una vez empiezas, ya es como si el cuerpo se te acostumbra y en vez de miradas
de horror, ves los ojos de tus víctimas apenas como dos círculos mal pintados.
Autora: Cristina
Sencillamente perfecto.
ResponderEliminarSencillamente perfecto.
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