Cita

"¡Llora! Nadie nos mira.
Ya ves; yo soy un hombre..., ¡Y también lloro!"
(Bécquer)

domingo, 23 de febrero de 2014

Encuentros

      Su corta vida se le acortaba, muy poco a poco y muy sutilmente. Todos sabían que su muerte sería un espectáculo descorazonador y extrañamente bello por poseer un alma tan sensible que se eleva muy rápido porque apenas pesa. Aun así, todos, unas seis personas, estaban alrededor, compartían con él una agonía extensa e inmerecida por ningún ser humano.
     
     Serían sobre las cinco de la mañana y la habitación estaba inundada por velas. Fuera, como si el cielo llorara, llovía eternamente. Hacía tiempo que debía haber muerto; sin embargo, todo en él parecía carecer de límites. Nadie habría dado un duro por que llegase, como había llegado, al mes de febrero. Pero aquella noche era diferente, había algo en el aire que le hacía ser por primera vez consciente de que también su historia podía tener un punto. Llegaban a su cabeza descargas eléctricas de noches de ópera, canciones, fotografías. Quizá venían para darle fuerzas para una nueva batalla: le estaba dando otro ataque. Sus gritos, desgarradores, arañaban las paredes y combatían contra el silencio; en cuanto a los demás, las mujeres lloraban y los hombres fingían ser de piedra. Sin embargo, eran en cierto modo conscientes de que a partir de que el siguiente día llegara, sería imposible acordarse de él sin empañarse los ojos.
     Nadie sabía qué pasaba realmente por el mundo de su mente, es decir, por su mundo real. Cuando su dolor llegaba hasta cierto punto de intensidad, tanto que se le nublaba la mente y la sangre se le paralizaba en las venas, ocurría. Era en ese momento, entre un cúmulo de gritos y porqués, cuando la veía. Era la única persona capaz de reconocer entonces, cuando su mente no distinguía otros rostros, cuando no veía más allá del dolor. En medio del efecto de la agonía y los calmantes sin resultado, podía apreciar de nuevo su figura. Ella: su cintura, sus ojos, su pelo, su sonrisa,... podía hasta incluso inundarse por su olor. Siempre seguía el mismo ritual: entraba por la puerta y se le acercaba poco a poco, destacando entre todos los demás elementos de la habitación. Se sentaba en el borde de la cama mirándolo con dulzura, le cogía la mano y se lo llevaba a otros momentos. No era ninguna sorpresa para él, que ya la esperaba seguro de que vendría como cada día, de que detrás de todos los gritos podía refugiarse en ella.
     La vida de ella había sido también la suya durante mucho tiempo. De esa mujer lo recordaba todo, recuerdos lejanos, sí, pero ¿qué más daba? Eran ciertos. Todo lo suyo le venía a la memoria excepto el motivo por el que se fue, el cual tampoco le importaba ahora. Ella, etérea pero real, le hacía cada día volver a bailar como hicieron ya en otros tiempos, con una música nostálgica de fondo, como de violín.
     -Quédate -suplicaba él con ansiedad.
     -Me tengo que ir -decía ella con voz aterciopelada- y no puedes venir conmigo.
     -¿Por qué? Siempre te vas.
     -Y siempre vuelvo -y sellaba el trato con una sonrisa y un beso.
    De repente, ya no estaba. Todo había vuelto a la normalidad, el joven seguía dolorido, pero la intensidad había bajado. Las personas de su alrededor parecían tranquilizarse aunque seguían con los rostros descompuestos. Todo lo contrario le ocurría a él, ya que cuanto más bajo era su dolor, su agonía aumentaba, porque ella había desaparecido. Algo en esta vida tenía seguro: con ella, el dolor dolía menos.
     Lo que tampoco sabía nadie era, por extraño que pareciera, lo profundamente agradecido que él estaba de tener una enfermedad que le permitiera verla. Eran, definitivamente, los coletazos de un amor que no podía acabar aunque lo hubiese pretendido. Nadie conocía la dosis de felicidad que podía esconder cada delirio, los recuerdos que encerraba de un amor que, como muchos, se nutría del dolor. Se sentía inmensamente dichoso de que lo aislara del mundo un sentimiento capaz de dar las vuelta a la leyes de la vida, pues sabía que, por mucho que pudiera sucederle, su recuerdo lo mantendría vivo.

     Y así fue. Jamás olvidaría cómo ella, poco a poco, lo salvaba todos los días. Pasaron meses de combate hasta que el joven pudo salir de esa enfermedad sin aparente cura, meses de visitas suyas diarias y de palabras de esperanza. Durante ese tiempo, sus más allegados se habían roto cada vez que lo presenciaban agonizar, diciendo entre idiomas indescifrables un único nombre de mujer. Y, lo que es más misterioso y a lo que jamás encontraron explicación, habían podido observar que, detrás de cada grito de dolor, sonreía.



Autora: Cristina 

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"Si la libertad significa algo, será, sobre todo, el derecho a decirle a la gente aquello que no quiere oír".
(George Orwell)