Su corta vida se le
acortaba, muy poco a poco y muy sutilmente. Todos sabían que su
muerte sería un espectáculo descorazonador y extrañamente bello
por poseer un alma tan sensible que se eleva muy rápido porque
apenas pesa. Aun así, todos, unas seis personas, estaban alrededor,
compartían con él una agonía extensa e inmerecida por ningún ser
humano.
Nadie sabía qué pasaba
realmente por el mundo de su mente, es decir, por su mundo real.
Cuando su dolor llegaba hasta cierto punto de intensidad, tanto que
se le nublaba la mente y la sangre se le paralizaba en las venas,
ocurría. Era en ese momento, entre un cúmulo de gritos y porqués,
cuando la veía. Era la única persona capaz de reconocer entonces,
cuando su mente no distinguía otros rostros, cuando no veía más
allá del dolor. En medio del efecto de la agonía y los calmantes
sin resultado, podía apreciar de nuevo su figura. Ella: su cintura,
sus ojos, su pelo, su sonrisa,... podía hasta incluso inundarse por
su olor. Siempre seguía el mismo ritual: entraba por la puerta y se
le acercaba poco a poco, destacando entre todos los demás elementos
de la habitación. Se sentaba en el borde de la cama mirándolo con
dulzura, le cogía la mano y se lo llevaba a otros momentos. No era
ninguna sorpresa para él, que ya la esperaba seguro de que vendría
como cada día, de que detrás de todos los gritos podía refugiarse
en ella.
La vida de ella había
sido también la suya durante mucho tiempo. De esa mujer lo recordaba
todo, recuerdos lejanos, sí, pero ¿qué más daba? Eran ciertos.
Todo lo suyo le venía a la memoria excepto el motivo por el que se
fue, el cual tampoco le importaba ahora. Ella, etérea pero real, le
hacía cada día volver a bailar como hicieron ya en otros tiempos,
con una música nostálgica de fondo, como de violín.
-Quédate -suplicaba él
con ansiedad.
-Me tengo que ir -decía
ella con voz aterciopelada- y no puedes venir conmigo.
-¿Por qué? Siempre te
vas.
-Y siempre vuelvo -y
sellaba el trato con una sonrisa y un beso.
De repente, ya no
estaba. Todo había vuelto a la normalidad, el joven seguía
dolorido, pero la intensidad había bajado. Las personas de su
alrededor parecían tranquilizarse aunque seguían con los rostros
descompuestos. Todo lo contrario le ocurría a él, ya que cuanto más
bajo era su dolor, su agonía aumentaba, porque ella había
desaparecido. Algo en esta vida tenía seguro: con ella, el dolor
dolía menos.
Lo que tampoco sabía
nadie era, por extraño que pareciera, lo profundamente agradecido
que él estaba de tener una enfermedad que le permitiera verla. Eran,
definitivamente, los coletazos de un amor que no podía acabar aunque
lo hubiese pretendido. Nadie conocía la dosis de felicidad que podía
esconder cada delirio, los recuerdos que encerraba de un amor que,
como muchos, se nutría del dolor. Se sentía inmensamente dichoso de
que lo aislara del mundo un sentimiento capaz de dar las vuelta a la
leyes de la vida, pues sabía que, por mucho que pudiera sucederle,
su recuerdo lo mantendría vivo.
Y así fue. Jamás
olvidaría cómo ella, poco a poco, lo salvaba todos los días.
Pasaron meses de combate hasta que el joven pudo salir de esa
enfermedad sin aparente cura, meses de visitas suyas diarias y de
palabras de esperanza. Durante ese tiempo, sus más allegados se
habían roto cada vez que lo presenciaban agonizar, diciendo entre
idiomas indescifrables un único nombre de mujer. Y, lo que es más
misterioso y a lo que jamás encontraron explicación, habían podido
observar que, detrás de cada grito de dolor, sonreía.
Autora: Cristina
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"Si la libertad significa algo, será, sobre todo, el derecho a decirle a la gente aquello que no quiere oír".
(George Orwell)