Cita

"¡Llora! Nadie nos mira.
Ya ves; yo soy un hombre..., ¡Y también lloro!"
(Bécquer)

domingo, 14 de septiembre de 2014

El pan que no llegaba, el periódico que faltaba


Somos instantes, qué gran verdad. Sin embargo, Daniel Olivo nunca lo sabrá. Su vida no era precisamente la vida de las certezas, de lo obvio, lo tangible. Sabía hasta dónde había podido llegar, pero nunca supo de dónde partió. Lo primero de lo que tenía constancia era que había sido hallado en la calle por sus desde entonces padres poco después de nacer.

Es decir, lo primero de lo que tenía noticia era de haber sido rechazado por sus padres biológicos. Este misterio del porqué había ocupado durante toda su vida la parte de nuestro cerebro dedicada a las incógnitas, esa región de nuestra mente alojada en la frontera entre lo que sabemos y lo que queremos desconocer. Él sabía de la existencia de estas parcelas, podía sentir sus límites rozándose; y la zona de los enigmas estaba rebosante por el misterio de no saber quién era. Se había pasado toda su vida buscando lo seguro, lo predecible, no podría soportar más misterios. ¿Quién podía asegurarle que un solo desconocimiento más acerca de él mismo no tendría lesiones irreversibles para una mente como la suya? No, era demasiado riesgo. No existía adivino en el que creyera, ni médico lo suficientemente experto ni amigo en quien confiara tanto como para otorgarle el honor de darle una respuesta a esta pregunta.

Toda una vida se había pasado midiendo cada paso, estudiando cada movimiento que hacía para no dejar nada a la improvisación. Conforme dentro de la rutina, era desconocedor de la felicidad que puede provocar el caos. Cada vez que había la más ligera posibilidad de duda sobre sí mismo caía enfermo con vómitos y migrañas terribles, sin opción de salir de casa. No saber quién era lo consumía lentamente y de vez en cuando se ponía a devorarlo. Es lícito pensar que esta vida no era vida, pero era lo único que él tenía por vida y no aspiraba a nada más. Posiblemente él tomaría nuestras preocupaciones por absurdas. No existía consuelo que lo consolara ni bulto que llenara ese vacío que siempre le quedaba en el lugar donde debían ir a parar sus semillas y raíces.

Así pues, cada mañana se levantaba a las siete de la mañana y se vestía nada más poner un pie en el suelo. Jamás desayunaría en su casa, salía de allí a las siete y cuarto e iba derecho a la panadería donde Sandra, de la que andaba medio enamorado, le tenía preparada una baguette idéntica a la del día anterior y a la del anterior. Charlaba un rato con ella, no más de cinco minutos, pues a las y media debía haber comprado el periódico del día en el mismo quiosco de siempre, donde el dependiente ya se conocía sus preferencias, vida, obra y milagros; y estar sentado en la misma mesa del bar rutinario donde una amable camarera le serviría una taza con zumo de naranja y una tostada de tomate y aceite. Terminaba con el tiempo suficiente como para pasar por delante de la obra donde su amigo Alfonso trabajaba como albañil para hablar con él durante unos minutos y pasear más tarde por el puente desde donde observaba cómo dos mares se unían. Las ocho y cuarto era la hora a la que debía abrir la floristería en la que trabajaba y sacar a la calle las flores que habían dormido dentro durante toda la noche. Y así cada mañana, y así cada latido. Así llenaba los centímetros cuadrados de su vida.

Sin embargo, no ocurrió así la mañana del ocho de diciembre.

Un hombre mayor, el único capaz de liberarlo de esa vida, había preguntado mucho por él. Había llegado hace poco a la ciudad movido por una mala conciencia. No disponía de mucho tiempo para verlo ni para la vida en general. Contaba solo con aquella mañana para hablar con él, pues los médicos habían sido claros: debía coger esa misma tarde un avión para Madrid, el único lugar donde se podía tratar su mortal enfermedad, algo relacionado con una región de su cerebro que no hacía más que crecer, donde dicen que está alojado todo lo que nos atormenta. Tal era el tamaño de sus tempestades que corría el riesgo de que le rasgaran el cráneo y de morir en el acto. Tenía la única oportunidad de aquella mañana para curarse por sí mismo… o, por el contrario, de hacerlo a la mañana siguiente por medio de médicos cirujanos… o morir.

Nunca, durante casi treinta años, había soportado la carga de haberse deshecho de su propio hijo, y su conciencia había hecho que empeorara llegando a este punto. Necesitaba verlo, darle la mano y tal vez hundirse con él en la tierra tal y como lo hacen las raíces. Después de toda una vida esperando, ya estaba impaciente. Necesitaba tomar aire y poder inspirar profundamente, hasta el fondo, por una vez sin que la conciencia le hiciera un nudo y se lo evitara.

La mañana del ocho de diciembre, había llegado a la ciudad con la antelación suficiente. Nada le impediría ver al fin a su hijo… o tal vez fuera la propia vida la que se lo evitara a toda costa. Era un día nublado, sin hueco para nada que no fuera gris. Daniel se había levantado como siempre a las siete e iba de camino a la panadería; sin embargo, Sandra no estaba allí, nadie estaba allí. En la puerta había un cartel que explicaba que la tienda permanecería cerrada todo el día por motivo de la defunción de un familiar. No hacía falta que nadie le explicase a Daniel lo que había pasado: se trataba sin duda de la madre de Sandra, que llevaba gravemente enferma varios meses. Se dijo a sí mismo que debía ir a verla sin demora, como la lluvia a la tierra cuando esta se ve en tiempos de sequía. Toda su rutina, por tanto, debía cambiar. En el momento en que pensó esto, sintió un pinchazo agudo en la cabeza, nada a lo que no hubiera estado acostumbrado antes. Debía avanzar en dirección contraria a donde siempre, pero a cada paso se le hacía más difícil caminar. Decidió sentarse en el suelo y pensar tanto como pudiese con la parte de su cerebro que seguía plenamente operativa. Resolvió que iría a verla más tarde, cuando tuviese un hueco, primero necesitaba comer algo.

Caminando hacia el bar de todos los días con cierto retraso, pasó por delante de su quiosco habitual, y sus piernas lo llevaron instintivamente hacia él. «No me quedan más», le dijo el hombre cuando Daniel le preguntó por su periódico habitual. ¿Sería posible que se hubieran agotado todos a las 7:35 de la mañana? Ante esta respuesta, Daniel palideció y su amigo le preguntó si estaba bien, y aunque su voz hizo todo lo posible por salir de su cuerpo, no lo consiguió. Como muchas veces en la vida, no preguntó y siguió adelante, sin mirar atrás.

A las ocho y cuarto debía abrir la floristería, y esa idea no se salía de su cabeza. Faltaba solo media hora para ello y se encontraba sentado en la mesa de siempre, donde le había atendido un camarero nuevo que le había servido algo que él no había pedido. Podía sentir en latido de sus sienes, el «pum pum» de la presión sanguínea en la parte más débil de su mente. No se encontraba bien. Se tranquilizaría un poco, dedujo, cuando charlase con Alfonso y despejara todas sus tormentas.

Así lo creía, al menos. Su amigo estaba sonriente en la obra como cada mañana, y corrió a su encuentro. Daniel deseaba desahogarse con él y olvidarse del dolor de cabeza, por lo que le devolvió la sonrisa. Qué mala fortuna la de aquél, pues justo al llegar a su lado tropezó y cayó desplazando un madero que soportaba unos cuantos ladrillos, que se precipitaron sobre su pierna. El chillido se oyó, como Daniel juraría, desde el otro extremo de la ciudad. En todo momento ambos permanecieron juntos, hasta que llegó la ambulancia. Eran las ocho y cuarto. Demasiado tarde. Unida a todas las tragedias precedentes, estaba el hecho de que llegaba tarde. La pena y la presión se hicieron uno en su cabeza y sentía como si algo se le fuera a desbordar por dentro. Se juró a sí mismo visitar a su amigo más tarde, ahora tenía que ir a trabajar.

En ese mismo momento delante de la floristería se encontraba su verdadero padre, dispuesto a rescatarlo de esa vida de palidez y angustia. El compañero de Daniel había abierto el estableciemiento ya que él todavía no había llegado. Justo cuando su reloj marcó las ocho y cuarto, un coche que circulaba a una velocidad excesiva se salió de su rumbo y se estrelló violentamente contra la floristería. Justo a las ocho y cuarto. El padre, que creía a su hijo dentro se maldijo una y mil veces por haber esperado a aquel fatídico día. Dijeron que el propietario de la tienda había fallecido y, allí mismo, el padre de Daniel se sintió morir. Pero ahora debía irse, no podía permanecer allí ni un momento más. Daniel llegaba en ese instante corriendo y se cruzó con su padre, pero no lo vio. Ni el padre se fijó en él tampoco. Solo había hueco para el desconcierto y el dolor. Y para la vida que seguía a pesar de todo.


Y qué gran verdad es que somos instantes.
 
Autora: Cristina

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"Si la libertad significa algo, será, sobre todo, el derecho a decirle a la gente aquello que no quiere oír".
(George Orwell)