Imagínate. Solo son las seis de
la mañana. Hace unos diez minutos que hemos salido de nuestro punto de partida.
El cielo se muestra de un oscuro azabache, y la noche, postrada junto al mundo,
nos contempla intrigada. Todos duermen, quizás. Todos lo hacen, seguro… menos
nosotros.
Cuanto puedo te contemplo
acurrucada sobre el cristal de tu ventana, tácita, silenciosa, contemplando el
exterior. Las farolas pasan ante tus ojos como estrellas fugaces: una, dos, tres…
Paro el coche. El semáforo está en rojo y, aunque no hay nadie, decido
detenerme. Tú sigues proyectando tu semblante hacia el exterior sin percatarte
de que ando buscando tu mirada perdida. Al momento cojo tu mano con suavidad,
lentamente. A pesar de ello no vuelves tu mirada, y hubiese jurado que estabas
dormida de no ser porque al cogerte envuelves poco a poco mi mano y, una vez
envuelta, cierras la tuya muy lentamente, despacio, con la fragilidad de un
sueño.
El semáforo se pone en verde.
Seguimos nuestro camino, y lo que en un principio parecía un sinfín de
edificios queda atrás, atrás junto a la rutina, junto a las tardes monótonas y
al ruido incesante de la ciudad. Ahora solo se contemplan siluetas oscuras en
el horizonte, numerosas elevaciones que contrastaban con un azul oscuro
intenso, un azul que porta el estandarte del amanecer.
La mañana se vuelve gris. Los
primeros coches empiezan a aparecer a nuestro lado iluminando el camino con sus
faros difuminados por la niebla. Han pasado un par de horas. Tras contemplar el
lento ascender del Sol llegamos a nuestro destino. Un pequeño pueblo aparece al
frente, situado en torno a una montaña de considerables dimensiones. Pasamos el
pueblo y ascendemos un poco más por la montaña. El suelo húmedo deja constancia
de que llovió durante la noche. Ahora sí, estamos en esa zona de la montaña de
la que tanto nos habían hablado.
Bajamos del coche y el helor de
la mañana enfría nuestros cuerpos. Cogemos nuestras respectivas bufandas, así
como el gorro y los guantes, para ponérnoslos acto seguido. En ese momento te
miro y, sin poder evitarlo, dejo escapar una sonrisa. Al momento me sonríes y
me preguntas qué ocurre. «No te reconozco» respondo, y me empujas sin dejar de
sonreír. A continuación echamos a andar por el borde de la carretera y, en
menos de diez minutos, llegamos a un paraje precioso. Un río de agua helada
separa el recodo en dos, y solo un puente de madera actúa de nexo. Nos
acercamos a una de las mesas de piedra que vislumbramos al fondo y dejamos todo
sobre ella.
Nos sentamos a la orilla del río,
paseamos por la zona y, poco después, tomamos algo de comer (por la costumbre,
más bien, ya que a ninguno de los dos nos apetecía tomar nada en aquel
momento). Después de esto nos acostamos sobre la mesa y contemplamos el cielo,
o más bien lo que los árboles dejan ver de él. Entre esbozos, fotografías,
escritos y sonrisas se nos va la tarde. Al crepúsculo recogemos todo y
emprendemos el viaje de vuelta hacia el pueblo. Tras tomar algo en un
restaurante cercano nos subimos al coche. Pasamos parte de la noche hablando,
como de costumbre, y ya de madrugada nos disponemos a dormir. Salgo del coche
un momento, cojo la manta del maletero y vuelvo a entrar. Tras poner los
sillones de la forma más cómoda posible nos tapamos con la manta, quedando al
instante profundamente dormidos.
Los rayos de la mañana me hacen
abrir los ojos; ya ha amanecido. Veo que sigues durmiendo y, a pesar de lo
típica que resulta esta escena, decido despertarte con un beso. Total, ¿quién
nos mira? Poco a poco abres los ojos, me miras y, cómo no, sonríes. En ese
momento te miro con ternura y pienso que daría lo que fuera por repetir esa
experiencia. Entonces te doy a elegir: volver ya, o disfrutar de un día más por
la zona.
«¿Qué quieres hacer?», te
pregunto, a lo que tú respondes «¿De verdad me lo preguntas?». Te miro y, tras
coger tu mano una vez más, seguimos adelante, porque lo bueno es breve, sí, pero
no tanto.
Autor: Juan Salvador
No hay comentarios:
Publicar un comentario
"Si la libertad significa algo, será, sobre todo, el derecho a decirle a la gente aquello que no quiere oír".
(George Orwell)