El ambiente gélido mitiga la
eficiencia de mis sentidos, y mis oscuras prendas, húmedas de agua helada
nacida de la cima, incrementan su escaso protagonismo vistiéndose de
inconveniente. El sol brilla con mesura tras transitorios y traslúcidos
algodones celestes, tácito, apartado, inmerso en su trayectoria como si de una
vieja gloria se tratase, y mientras tanto el río fluye ante mí como la vida:
calmo, mas sin demora.
El verde y tupido bosque se
extiende a mi alrededor, expandiéndose
en la periferia de una figura centenaria. Con lentitud y contemplativo comienzo
a desplazarme por ese paisaje idealizado, sonriente, anonadado. Numerosas
aglomeraciones de hojas secas se hallan esparcidas por todo el paraje, estableciendo
innúmeros contrastes mediante la exposición de indescriptibles matices
cromáticos.
Hacía tiempo que mi ser se hallaba dispuesto a variar el
cementado camino rutinario por un sendero alternativo, movido tanto por la
necesidad de evadirse, aunque fuese un solo instante, como por la insaciable
pretensión de disfrutar aquello de lo que se carece, ese deseo que lleva al mar
a las personas de interior y al interior a las personas que han hecho del mar
su día a día. La paz que respiro me convida a reflexionar, pero insisto
en dar protagonismo a mis sentidos y la reflexión vuelve a esconderse entre bastidores.
En contraposición a la hegemónica
tonalidad predominante advierto las primeras copas doradas. Mis sentidos se
coordinan y deleitan, proyectándose en aquel Todo envolvente al tiempo que lo
describo.
El incesante y acaudalado río se
amolda al cauce, y con sus frías y claras aguas sesga los pétreos límites que
condicionan su amplitud y trayectoria. Soy testigo, y advierto que la
naturaleza mantiene constantemente una lucha pasiva, prolongada: el río voluble
que sedimenta sus límites y gana terreno frente a ellos; los árboles, que se
desarrollan a contrarreloj en su lucha por llegar a lo más alto y alcanzar el
oro de los vencedores; el viento, frío y gris, que como aquel maratoniano avanza presuroso hacia su destino hasta desfallecer,
colmando de luto a cuantos vestigios de naturaleza enseñó a volar sin alas
llevándolos consigo…
Pienso que el tiempo se ha
detenido, y… ¿Cómo? Nada más levantar la vista de mi escrito observo cómo llega
la noche, que cogiendo el testigo a Febo se postra, contemplándolo todo,
desnuda en el horizonte. Al instante cuantos seres hay a mi alrededor se
inclinan ante ella y, cómo no, también yo quedo hechizado por ese amor, no
tanto ciego como oscuro, que me impide ver con claridad y dificulta mi periplo.
Entonces considero que, por un mísero desliz, he acabado inmerso en un mundo
tan apagado como la muerte, y buscando el camino el temor se apodera de mí.
Ahora lo terrestre pierde
protagonismo frente a lo celeste, y donde hubo color impera la sombra, y donde
hubo diversidad reina la homogeneidad de una única silueta. La noche sigue contemplando
triste, oscura y luminosa, y yo,
movido por una fuerza ancestral, me tranquilizo, y doy prioridad a mi instinto,
y agudizo mis sentidos. Ya no oigo, escucho; ya no miro, veo; ya no toco,
siento, y entiendo que, aunque el bosque ha cambiado, sigue siendo el mismo.
Numerosas criaturas,
desprendiéndose del letargo, salen al exterior y retoman su nocturna vida, esa
que yo desconocía y que, a pesar de ello, no es sino la de siempre, solo
levemente condicionada por mí, un extraño ser diurno que, para muchas de ellas,
no debía de ser más que fenómeno estático situado bajo el claro.
Al fin comprendo que lo que
denominé desliz no ha sido sino un acierto, una revelación, en cierto modo, y
comprendo que hay un mundo que se nos escapa, una realidad que pasa
inexorablemente desapercibida a quienes se muestran incapaces de ver más allá
del umbral de la penumbra. Ahora soy consciente de ella y en su honor escribo,
porque lo ideal no termina con el día.
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"Si la libertad significa algo, será, sobre todo, el derecho a decirle a la gente aquello que no quiere oír".
(George Orwell)