«Cogedme, cogedme.
Dejadme, dejadme,
fieras, hombres, sombras,
soles, flores, mares.
Cogedme.
Dejadme»
Dejadme, dejadme,
fieras, hombres, sombras,
soles, flores, mares.
Cogedme.
Dejadme»
Miguel Hernández
Cien uñas escalando las paredes de su cabeza. La madera crujiendo risas ahogadas por los taconeos sordos de varias mujeres frente a la ventana. Varios coches gruñéndose en un baile frenético, vaivenes estridentes. Bajo la lámpara de araña una mesa circular y cristalina. Escritos, en ella, unos versos recién tachados sobre un adiós que aún no se ha realizado.
Los destellos lunares filtrándose entre las cortinas mientras acarician un rostro enrojecido por lágrimas resecas y sofocos de rabia. El reflejo en la pantalla de un televisor mal apagado burlándose de un hombre que dormita. Y su cuerpo, su cuerpo estrangulado por las sábanas, respira con mitigante dificultad. Desde unos labios que sangran, palabras sin destino mueren recién nacidas y encuentran su lugar en el eco de la noche, en los fantasmas irrisorios, en los grotescos cuadros navideños de hombres con figuras acartonadas, geométricas, con una mirada infantil y una sonrisa grotesca.
Llega la mañana y ya es el sol el que lo visita, no pudo despedirse de la luna aunque nunca, por azar o por grosería, la invitó ni lo avisó de su partida. Saca una grasienta magdalena y llena un tazón de leche baratera. Éste soy yo y éste es el mundo. Escuchando los sonidos de éste, los automóviles que continúan sus bailes y sus danzas, el sonido de la gente al pasar sin pasión frente a la ventana, el noticiario absurdo con sus noticias, absurdas también. Lejos de inspirarle el flujo de la vida que no cesa este paisaje monótono el cuadro constante y continuo de vida y más vida crea un retrato muerto en el que se ve a sí mismo como una hormiga mal ubicada.
Motas de polvo en un auto viejo del aparcamiento a tres manzanas. Rojo, como si de una hemorragia se tratase se lleva en pagos el doble de lo que él a la boca. Le confía la única llave que verdaderamente le pertenece y se abraza a la única otra vida que él siente en la suya. Se suceden farolas que aún no se han apagado, paseantes ancianos y no tanto en grandes alardes de rutina concienzuda, restos del jolgorio del pernocta, edificios, niebla... Y el destino.
Su mono de trabajo, azul, como el cielo que se esconde de sus ojos, un casco para evitar que las ideas salgan de su cabeza, gafas casi opacas por su espesura y unos guantes a los que les faltan las cadenas.
Y de vuelta hordas de pájaros reclinándose para mirarlo desde las mismas farolas, muertos preparándose para trepanar sus males en bañeras de alcohol y vivos preparándose para engendrarlos en las mismas, vidrio en el suelo y marcas de derrape.
Ya en casa descuelga la línea para recordar que aún no tiene alguna. Se quita la ropa y cae exhausto en su ataúd no sin antes poner un clavo más entre los versos de la mesa circular. Se abraza a sus recuerdos, a las sábanas, a la foto, a la luna y a su reflejo hasta que vuelve a oír...
Me encanta. Es genial, como siempre. ^^
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